Aunque ser hijo único no constituya en si una enfermedad, todo el mundo reconoce que este tipo de niños tiene problemas particulares y una personalidad con una serie de características: frágil, débil, caprichoso, tímido, tiránico con los suyos, indolente, posesivo, le cuesta adaptarse a los grupos sociales de su misma edad y con sus compañeros. Para integrarse reacciona frecuentemente bajo el aspecto de desconcierto o rebeldía.
Por otro lado, su nivel de desarrollo intelectual y lingüístico es superior al de los niños de su misma edad. Esto es debido a su contacto casi exclusivo con adultos y al mayor número de motivaciones que estos le ofrecen. Utiliza a menudo un vocabulario demasiado rico y se adueña de ideas que no encajan en su edad, lo cual puede ser un factor que motive el rechazo entre sus compañeros de juegos y estudios.
A medida que el niño único va creciendo puede ir desarrollándose con igual normalidad que los niños con hermanos y superar estas dificultades que le proporciona su primera infancia, aunque se pueden dar casos muy diversos.
Hay niños que, llegados a la adolescencia, continúan viviendo sus relaciones con los progenitores en un plano más o menos infantil, dependientes y sumisos, otros se rebelan a menudo con vehemencia contra la tutela excesiva del entorno familiar, y reivindican libertad y la independencia debidas a su edad, llegando a menudo hasta el conflicto violento y a la separación total de los padres; otros, finalmente, consiguen reconstruir bajo una forma nueva sus relaciones con los padres.
Fuente: Joaquín Tesón.
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